viernes, 26 de febrero de 2010

Monólogo de una mujer madura

por Liz Durand Goytia

I

Será el sereno, pero para mí que sigo teniendo treinta años. Si no me fijo mucho en el espejo -y no me pongo los anteojos- puedo verme de treinta. La vestimenta ayuda pero lo más importante es no dejar que me avasalle la impertinencia de las canas. Caminar ágilmente y seguir usando tacones aunque me estén matando los juanetes. Recordar que se debe sonreir con amplitud para disimular la arruga y causar impresión de dinamismo. Ese es mi reglamento para comenzar el día.
Y en el desayuno no olvidar la avena para bajar el colesterol ni la cucharada de miel “para la lozanía de la piel”.
Muchos de mis días los puedo transitar así, como si no fuera yo cincuentona. Y no es que me pese ni mucho menos me avergüence la edad. Es que para el resto de la humanidad resulté ser un vejestorio desde los treinta y ocho, que fue cuando me quedé sin trabajo. Simplemente, por más experiencia y buena presentación, al llegar a los datos personales y ver mi edad, me salían con que “nosotros la llamamos” y nada. Por eso me dijo Estela que pusiera una edad falsa. “Al cabo te ves más joven”, me dijo. Pero no quise hacer trampa y claro, desde entonces no tengo trabajo fijo.
Pero como quiera tuve que entrar en el juego de las simulaciones para que la gente no sepa mi edad y deje yo de andarme arriesgando a pasar por invisible debido a mis años. Tengo que seguir sintiéndome hermosa y sexy y ágil para seguir siendo yo, por fuera y por dentro. O al menos para recordar cómo era cuando todavía no era una mujer, digamos, “madura”.
Que por cierto no es que pesen, los años, pero qué feo se siente tener la clásica irritación a medio día por la resequedad en los ojos. Y para qué hablar de resequedades más dolorosas... Carmen dice que lo más patético que le ha pasado fue encontrar canas en donde te platiqué. Yo digo que en estos tiempos si quieres te rapas y ni quién sepa, así que para mí no sería “la decadencia” como dice ella en tono tan fatal. Para mí es más incómodo no distinguir los precios de las cosas en el súper cuando no llevo los bifocales que no me acostumbro a usar.
Pero tampoco me doy atole con el dedo y claramente veo que cuando tengo ganas de llorar porque veo en la tele un perro con orejas largas y ojos tristes, es la jugarreta de las hormonas lo que lo provoca. O cuando voy a la compra y me desesespero hasta la rabia porque la cajera trabaja a treinta revoluciones por minuto según yo.
Y si al arreglarme las uñas las encuentro quebradizas y me veo la piel como de iguana, estoy a punto de colocarme con resignación el tan llevado y traído letrerito de menopáusica que me da tanta tirria desde la primera vez que oí la palabrota.
Es que además cómo fastidia que siempre nos anden colgando etiquetas “ama de casa” “madre abnegada” “sex simbol” “femme fatale” etcétera, cuando somos solamente mujeres. Y eso de “solamente” sobra, porque es bastante con ser mujeres. Porque a poco no, todo el mundo sabe que viejas viejas pero seguimos siendo m u l t i f u n c i o n a l e s. Sí, claro, también multiorgásmicas, nomás faltaba que también eso se atrofiara. Lo único malo es que si de por sí es una lenta para arrancar motores, con la menopausia es como si necesitáramos anticongelante.
Total, servimos para todo y para lo que se ofrezca. Hasta para consolarnos solas cuando de veras amanecemos adoloridas sintiendo que no es justo tener la sensación de que somos de treita años pero el cuerpo no se da por enterado y nos tiene tiradas con un cansancio olímpico que nos hace sentir que los hijos o el marido o el jefe o todos juntos son los peores esclavistas que ha conocido la tierra, rufianes egoístas que se sirven de nosotras para tener una vida mucho más plena y maravillosa que la nuestra, sin los escalofriantes cambios hormonales que nos hacen tan temibles.
II

Tengo difícil el día cuando amanezco con problemas para entender al mundo y a mis semejantes, aún los más próximos. Tengo dificultad para saber por qué me siento así, de malas, frustrada, deprimida, triste, con los ojos hechos agua y la garganta de nudo. Tengo dificultad para lavarme el coco diciéndome que son hormonas, que es el cambio, que llegó la feliz etapa de la menopausia, que son normales mis dolores de huesos, que así les punzan las articulaciones a todas las mujeres aunque las veamos sonrientes y luciendo espléndidos maquillajes y sonrisas...
Me cuesta trabajo tener calma cuando las cosas son distintas de como las pienso o simplemente son, aunque no sean diferentes; es arduo y trabajoso encontrar un sitio en el mundo cuando está una cargando un saco de huesos un tanto roídos, un equipaje de dolores y penurias y por más que rasca una el monedero no encuentra esas monedas en las que se grabaron la sonrisas, las frases ahora ausentes de "soy la más feliz", los momentos en que una se sintió tan adorada y a la vez enamorada...
Difícil ver o sentir que tu pareja está tan lejos, tan ajena a todo eso que te pasa, tranquilo mientras en tu cabeza se asientan telarañas o molesto cuando empiezas a tratar de removerlas porque lo involucras en una fantasía llena de recriminaciones y amarguras...
Difícil atinar a deshacer la bola dolorosa entre garganta y pecho, ese trago que se atora y lastima y nunca deja de crecer.
¿Una pastilla? Increíble pero maravilloso. Con eso veré claro, la angustia pasará a ser cosa de risa, mis problemas existenciales serán sólo fantasmas, el mundo volverá a ser colorido, mi marido casi un galán cinematográfico y mi vida color de rosa sin el fastidio del hígado atravesado por los malos humores ni esos aspavientos en el corazón que parecen presagiar el fin del mundo-de mi mundo-.
Voy por ella, por la pastilla que nos hace felices y adorables, que nos hace despertar con la sonrisa previamente marcada, durante el sueño igualmente feliz, sereno, y sobre todo nos hace recuperar la sensación de ser una persona amada con su respectivo y respetable lugar en el mundo, una persona asentada y madura que no causa problemas ni molestias, que vive conforme con su vida y sobre todo, que está convencida de ser feliz. La pareja ideal, sencillamente.






III

Edades

Mirando en el espejo mi reflejo más mudo
contemplo líneas en mi rostro:
tan discretas que yo las ignoraba;
tan marcadas que tú no las olvidas.

En el exilio que me impuso tu mirada
un aire nuevo me renace los ojos
y en otra brisa se mecen mis cabellos.

No son los años lo que cargo a cuestas:
porque los besos dejan rastro,
porque las alegrías marcan los párpados,
porque el amor surca los rostros,
tengo discretas líneas que ignoraba
y que luzco ahora como alhajas
para que nadie ignore que es la vida,
no son los años lo que cargo a cuestas.